El edificio que había que romper
Hace tiempo, la gente de Busto
Arsizio estaba preocupada porque los niños lo rompían
todo. No hablamos de las suelas
de los zapatos, de los pantalones y de las carteras
escolares, no: rompían los
cristales jugando a pelota, rompían los platos en la mesa y los
vasos en el bar, y si no rompían
las paredes era únicamente porque no disponían de
martillos.
Los padres ya no sabían qué hacer
ni qué decirles, y se dirigieron al alcalde.
– ¿Les ponemos una multa? –
propuso el alcalde.
– Muchas gracias – exclamaron los
padres -, pero así, los que tendríamos que pagar los
platos rotos seríamos nosotros.
Afortunadamente, por aquellas
partes hay muchos peritos. De cada tres personas una es
perito, y todos peritan muy bien.
Pero el mejor de todos era el perito Cangrejón, un
anciano que tenía muchos nietos y
por lo tanto tenía una gran experiencia en estos asuntos.
Tomó lápiz y papel e hizo el
cálculo de los daños que los niños de Busto Arsizio habían
causado rompiendo tantas y tan
bonitas cosas. El resultado fue espantoso: milenta tamanta
catorce y treinta y tres.
– Con la mitad de esta cantidad –
demostró el perito Cangrejón – podemos construir un
edificio y obligarles a los niños
a que lo hagan pedazos; si no se curan con este sistema, no
se curarán nunca.
La propuesta fue aceptada y el
edificio fue construido en un cuatro y cuatro ocho y dos
diez. Tenía siete pisos de altura
y noventa y nueve habitaciones; cada habitación estaba
llena de muebles y cada mueble
atiborrado de objetos y adornos, eso sin contar los espejos
y los grifos. El día de la
inauguración se le entregó un martillo a cada niño y, a una señal
del alcalde, fueron abiertas las
puertas del edificio que había que romper.
Lástima que la televisión no
llegara a tiempo para retransmitir el espectáculo. Los que lo
vieron con sus ojos y lo oyeron
con sus oídos aseguran que parecía – Dios nos libre – el
inicio de la tercera guerra
mundial. Los niños iban de habitación en habitación como el
ejército de Atila y destrozaban a
martillazos todo lo que encontraban a su paso. Los golpes
se oían en toda Lombardía y en
media Suiza. Niños tan altos como la cola de un gato se
habían agarrado a armarios tan
grandes como guardacostas y los demolieron
escrupulosamente hasta que sólo
quedó un montoncito de virutas. Los bebés de los
parvularios, tan lindos y
graciosos con sus delantalitos rosa y celeste, pisoteaban
diligentemente los juegos de café
reduciéndolos a un finísimo polvo, con el que se
empolvaban la nariz. Al final del
primer día no quedó ni un vaso entero. Al final del
segundo día escaseaban las
sillas. El tercer día los niños se dedicaron a las paredes,
empezando por el último piso;
pero cuando llegaron al cuarto, agotados y cubiertos de
polvo como los soldados de
Napoleón en el desierto, se fueron con la música a otra parte,
regresando a casa tambaleantes, y
se acostaron sin cenar.
Se habían ya desahogado por
completo y no encontraban ya ningún placer en romper
nada; de repente, se habían
vuelto tan delicados y ligeros como las mariposas, y aunque
hubiesen jugado al fútbol en un
campo de vasos de cristal no hubiesen roto ni uno solo.
El perito Cangrejón hizo más
cálculos y demostró que la ciudad de Busto Arsizio se había
ahorrado dos remillones y siete
centímetros.
El Ayuntamiento dejó libertad a
sus ciudadanos para que hiciesen lo que quisieran con lo
que todavía quedaba en pie del
edificio. Y entonces pudo verse cómo ciertos señores con
carteras de cuero y con gafas de
lentes bifocales – magistrados, notarios, consejeros
delegados – se armaban de un
martillo y corrían a demoler una pared o una escalera,
golpeando tan entusiasmados que a
cada golpe se sentían rejuvenecer.
– Esto es mejor que discutir con
mi esposa – decían alegremente -, es mejor que romper
los ceniceros o el mejor juego de
vajilla, regalo de tía Mirina…
Y venga martillazos.
En señal de gratitud, la ciudad
de Busto Arsizio le impuso una medalla con un agujero de
plata al perito Cangrejón.
CUENTOS POR TELÉFONO, GIANNI RODARI
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