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martes, 17 de octubre de 2017

DESCRIPCIÓN DE MI CASA
  En los años sesenta, mi padre compró un trozo del vallado que cerraba una de las tantas huertas que desde la Plaza de Toros se extendían hasta los pinares de las dunas.
  Con sus propias manos, fue construyendo una casa para su familia, poco a poco, al empuje de los pequeños ahorros que a fuerza de esfuerzo y trabajo iba consiguiendo. Y aún sigue allí.
  Es una casa pequeña, de una sola planta, humilde, pero hermosa, de zócalos de albero y paredes blancas que refulgen al sol como limpios espejos y una azotea amplia en la que cabe todo el cielo y la luz de Andalucía. Las rejas de las ventanas se asemejan a ramas y cañas verdes, al igual que el pretil de la azotea. Guiño gitano de esta casa andaluza.
  El jardinillo delantero se asoma a la esquina de la calle, regalando al paseante toda la paleta de color de las flores desplegadas sobre el verde lienzo de sus hojas y, en el centro, una pequeña palmera abre el elegante paraguas de sus palmas.
  Por las noches, el jardín regala al barrio el aroma de seda de la rosa, el suspiro del jazmín y el aliento mágico de la blanca celinda. Y los días de lluvia se esparce, con las gotas de agua, el perfume de la hierbaluisa.
  Por un pequeño porche de fresco y sombra, entre macetas de hortensias, menta y hierbabuena, se entra en la casa. Aún hoy se siente el calor de abrazos y besos de mi madre, y espero encontrarla en la cocina, dándole vueltas al arroz con leche con el cucharón de madera. Creo sentir la canela y el limón perfumando el aire y la oigo llamarme para que vaya corriendo a rebañar el cucharón.
  La misma ensoñación ocurre en el patio trasero. Allí, junto a la fuente cantarina, está mi padre, entre helechos y aspidistras, arreglando de alpiste y agua fresca las jaulas de los canarios y jilgueros cantores que, contentos y agradecidos, derraman sus cantos haciendo coro al agua cristalina de la fuentecilla.

  Pero mis padres ya no están. Sin embargo, la fría ausencia refuerza el cálido recuerdo. En su dormitorio, los escasos muebles yacen cubiertos como cadáveres polvorientos, y falta el aroma de lavanda y romero con que mi madre perfumaba los roperos. Faltan las confidencias de tantos consejos y consuelos. Más allá, en el salón, con sus vacíos sillones y los libros encerrados en las vitrinas que ya nadie abre, faltan tantas conversaciones, tantas risas, tantos cumpleaños y Navidades, tanta vida, que a veces pienso que toda ella queda allí, en el aire embalsamado de la casa, cuando, volviendo al mundo real, al mundo en el que no caben presencias ni ausencias, echo la llave de la puerta que encierra tanta melancolía y me marcho, embriagado por el aroma de la hierbaluisa, la celinda y el jazmín.

1 comentario:

Unknown dijo...

Preciosa y emotiva descripción. No conocíamos tu faceta de escritor. Nos ha encantado y emocionado. ¡Enhorabuena! Un saludo de Valeria, Rosa y Antonio.